detener el tiempo

Mendigaba por las esquinas cualquier pedacito de algo que saciase su hambre y aceptaba limosnas de todo aquel que se dignase a colaborar con su causa perdida, olvidada, abandonada.

Al principio era más fácil. Cuando la soledad había comenzado a ser su compañera aún tenía algo que ofrecer a cambio de sustento; su interior aún bullía con cosas bonitas a las que la gente sacaba partido. Explotaban, estrujaban, exprimían, aprovechaban todo cuanto encontraban hasta dejar sólo pequeños pedacitos como astillas tras un fuego. Tirados. Trocitos de vida.

Se acostumbró al sonido que hacía su interior por la ausencia de alegrías, de ambiciones y de aspiraciones. Se acostumbró al silencio hueco y al hambre voraz en su corazón que engullía ilusión a bocados, esperanza a cucharadas y anhelos a tragos secos, sin hielo. Se habituó a la extraña sensación de su propio ser carcomiéndose a sí mismo.

Cuando todo había comenzado, cuando su corazón sólo lucía las cicatrices de un par de disgustos aún conservaba algo de criterio. Tenía más cabeza y escogía mejor a base de qué saciaba su hambre. Intentaba seguir una dieta baja en penas y rica en serenidad. Y durante un tiempo no le fue mal. Algún alma caritativa fue lo suficientemente generosa como para mantener su existencia durante tanto tiempo que casi olvidó las cicatrices con las que había iniciado el viaje.

Pero ahora. Ahora parecía que un avión hubiese cruzado el atlántico con aquel pequeño amasijo de cicatrices, heridas y perforaciones colgando en el retrovisor. Ahora se conformaba con comida basura cuyo efecto duraba una noche, apenas unas horas. Ahora salía a la calle y no le importaba ofrecerse a un extraño. Ahora usaba su cuerpo como moneda de cambio con tal de que unos brazos, cualesquiera, le diesen calor.

Y así, se le moría de hambre el corazón.

todo llega.

El sonido del ordenador inundaba la habitación y se hacía tan palpable en su oído que era casi insoportable. Notaba las palpitaciones de su corazón al compás del ronroneo de la máquina. Los parpados se le caían ante el peso de un sueño que, dijeran lo que dijesen, se acumulaba, vaya que sí. Y, aún así, con el cansancio tirándole de las orejas y hormigueándole el cuerpo entero, no podía dormir.

No quería.

Sentía el peso en sus pestañas, como si unos pequeños liliputienses tirasen de ellos con cañas de bambú. Como si quisiesen a toda costa que cerrase los ojos de una vez para que aquel silencio incómodo y oscuro se adueñase de la habitación.

Aquel silencio penetrante.

Los músculos del cuello se relajaban y tensaban en flotantes vaivenes. Derecha. Izquierda. Atrás. Adelante. Cuando su cuerpo vencía durante, apenas, unos minutos, volvía rápidamente a la consciencia y fijaba, de nuevo, la vista en el aparato, que la remolcaba de una imagen a otra con una ligereza pasmosa.

La ligereza que para sí quisiera en el arte de cambiar de pensamiento.

Sueño, sueño, sueño. ¿Cuándo había sido la última vez que durmió a pierna suelta? Ya ni siquiera lo quería recordar. Hacerlo sólo le haría más consciente del cansancio presente.

Y estaba cansada. Vaya que si lo estaba. Como si llevase cuatro mil doscientos sesenta y siete días cargando un muerto a su espalda.

Pero no quería darse por vencida. No podía dormir, o no quería. O no debía, o sabe Dios qué palabra encajaría aquí.

Era un hecho. Si dormía soñaba, si soñaba le veía. Si le veía, dolía. Y el dolor, para ella, era muerte.

Por los siglos de los siglos

“Dame un beso”

Suplicó con esos ojos suyos que me arrastraban sin remedio al torbellino de su pupila y jugaban conmigo a su antojo durante horas mientras me sumergían en su dulce remolino.
Obviamente lo hice. La besé, no sé si como ella quería pero sí como yo necesitaba. Sentí sus labios suaves rozando los míos mientras recorría con las palmas de mis manos los nudos de su espalda. La apreté fuerte contra mí, hasta que pude adivinar cada una de sus costillas oprimidas entre las mías.

‘Justo aquí quiero que se pare mi vida’

Para sentirla así, como ahora.
Tan pequeña entre mis brazos.
Tan morena de ojos verdes.
Con su olor a hierbabuena.

Revolvió mi pelo con maestría, como si de pronto hubiese aterrizado en el sillón de la peluquería. Jugueteó con los mechones rebeldes de mi cabeza y desordenó y enmarañó el poco equilibrio que quedaba en mi azotea.

‘En este instante’

Con sus películas de noche y sus discos en el coche.

Sentí su aliento oxigenando mi rostro y respiré el aroma que salía de su boca mientras las puntas de su melena cosquilleaban mi cuello desnudo.

‘Aquí’

Con la música de su paladar retumbando en mis oídos y los tacones de sus pestañas clavándose en mis ojos.

‘Para siempre en tu pupila’

El otro lado del mundo

Se me murió el aliento en un suspiro y se me redujo la existencia a partículas de color negro que se esparcieron por el suelo de la habitación y salieron rodando bajo la cama hasta perderse en esa oscuridad de la que nunca lograría rescatarlas.

Le pedí que me besase el cuello. Esa esquina, precisa y exacta, donde tú solías hacerlo. Donde tú solías conseguir que se estremeciese el mundo bajo mis pies hasta la mismísima Patagonia, hasta las cutículas de mis uñas.

Le pedí que se durmiese abrazada a mí, con su pelo acariciando mis mejillas y sus brazos rodeándome con fuerza. Le pedí que se acurrucase junto a mí como tú solías hacer.

Deseé con todas mis fuerzas amarla como a ti. Sentir que me vibraban hasta lo calcetines si me tocaba, que caía al vacío si era ella quien me quitaba la ropa y que se caía el mundo a pedazos tras la ventana si ella se desnudaba.

Quise desearla más que a nadie, querer estar a su lado eternamente. Quise sentir el fin del mundo sobre mi piel si ella estaba cerca. Sí, como si me palpitasen hasta los vasos capilares de las puntas de los dedos con sólo verla. Como si sintiese miedo a caer pisando tierra firme.
Como si me espachurrasen el corazón a golpes si sentía que se iba y no volvía.

Quise sentir con ella lo que sentí contigo. Que desaparecieses, del mundo y de mi cabeza. De todas partes. Olvidarte, hacerte desaparecer. Quise que nunca hubieses llegado a mi vida. O que no te hubieses ido jamás.

Quise no volverte a ver de nuevo. O verte y que no me doliese hacerlo.

Y nada, nada de todo eso logré.

Quise ser libre. Y ni eso conseguí.